“Primera maratón de montaña, tarea que te pego”, decía de manera literal el wasap de Dioni apenas dos horas después de cruzar la línea de meta en la plaza del Cristo.
Para una persona que a lo sumo suele ponerse un dorsal 8 o 9 veces al año, el hacer una maratón de montaña podría parecer una odisea; lo que jamás imaginé es que llegase a convertirse en una misión casi imposible.
Hasta en dos ocasiones llegué a estar apuntado para hacer una e irse al traste. La primera, esa Blue de octubre que se aplazó por temporal; sí, esa misma en la que Javi tuvo que guardarse el anillo unos meses. La segunda, una que se hacía en Fuerteventura, Coast To Coast: fue apuntarme yo, cancelarse y directamente no volver a organizarse nunca más. Descartadas algunas por coincidir con comuniones, baile de magos o algún otro evento, parecía que el gafe de 42 km y montaña estaba servido. Así que para no seguir tentando a la suerte decidí apostar (¿gafar?) por otras carreras e intentarlo en el asfalto. Dos Gran Canaria Maratón después, como finisher, y me planté el 8 de diciembre en La Laguna para saldar cuentas.
De la carrera en sí, suponía que no debería tener más historia que la de salir reservón, no descuidar hidratarse y comer, tranquilidad en La Goleta y llegar con piernas a La Punta, que es donde todo el mundo dice que comienza de verdad la cosa, para subir y subir hasta llegar a meta. La charla previa con Jon y Fran no hacía sino reforzar esa idea: mil gracias por ese ratito, algunos nervios se templaron en ese momento. Pero muy pronto descubriría que no solo hay que llevar piernas, también estómago. Que el único rato de sol de todo el domingo te pille subiendo La Goleta y te vaya madurando, más llegar al avituallamiento posterior, en una zona nublada con viento y fresquete, solo puede tener una consecuencia: un corrientazo de manual, que dirían nuestros mayores. ¡¡Uff!! Algo se dio la vuelta en el estómago y ya nada sería igual. Menos mal que me pegué a un grupito que no bajó muy lanzado y me permitió ir algo distraído pasando el rato. Con lo mal que bajo, no quiero ni imaginar lo mal que lo hubiera pasado haciendo el descenso solo y con náuseas.
Llegué a La Punta algo recuperado y siendo consciente de que, en adelante, porque seguiríamos adelante, tocaría dieta blanda a base de frutita, algún gel y poco más, ¡con la de cosas que tenían en esos avituallamientos! Es curioso que, lo que a priori más debías respetar, sea lo que mejor te venga: una larga subida donde vas a tu ritmo, que te permite ir recuperando y ganado confianza, incluso adelantar gente… qué cosas.
Al salir de Chinamada ya sabía que, salvo caída, esto no se podía escapar: lo único que debía hacer era regular el ritmo acorde al fuel que le podía meter al cuerpo para no petar. Pasada la bajada de Cruz del Carmen ya solo quedaba disfrutar: era mía, esta vez no se me escaparía.
Tenía que ser Anaga, y tenía que serlo por la sencilla razón de que fue en esta carrera, cinco ediciones atrás, donde corrí por primera vez como Pichón. La foto que acompaña este texto es de ese día (donde por cierto falta Dani, con quien entré en meta).
Desde ese momento ya no eres un corredor más en medio del gentío: eres un Pichón, que con la perspectiva del tiempo ya no es cualquier cosa. Son cuatro años en los que, banderola en mano, no he vuelto a entrar nunca solo en meta. En esa banderola van l@s compañer@s que son muestra diaria de ejemplo, los que conviven con las mil caras; en esa banderola va la gente de los microproyectos, de los que debemos ser sus piernas, y en esa banderola van todas las personas que, pudiendo ponerse cualquier otra camisa, se han sumado a esta “bendita locura”. Desde hace 4 años no entro solo en meta. Gracias a tod@s.
P.D.: Con todo el material que tenemos, ¿y que no tengamos un cortavientos Pichón? No puede ser… Abrigad@s y con uniforme, hasta cuando haga fresquete.
Neftalí
