No era mi primera experiencia en hacer una trail en Jöelette, pero hacía bastante tiempo que no corría con ella y sin ella tampoco, no había podido entrenar en los últimos meses. Además justo en la semana de la carrera, empieza a aparecer un pinchazo en el abductor izquierdo… cosas de la edad, supongo.
El día anterior venían a mi mente imágenes del año pasado de la subida al mirador de Zapata donde mis queridos pichones les costaba mucho superar una parte con mucho barro y enseguida surgió la típica pregunta: ¿para qué me meto en estos fregados? ¿Qué necesidad?
Pero piensas que ya te has comprometido, que si decides no participar afectarás a todo el equipo; además Miriam había comentado que tampoco se encontraba bien, por lo que podía pasar que en el transcurso de la carrera alguno quedara por el camino.
Preparé la ropa por la noche con la ilusión de antaño cuando tenía cabeza y mente para hacer maratones de montaña y alguna ultra, creo que incluso estaba más nervioso porque no estaba preparado.
Suena el despertador y me pongo en pie de un salto, pienso ¿Qué desayuno? Y lo primero que me pienso es: pues lo normal solo son 12 km… error. Voy caminando hasta la salida y coincido justo con la llegada de la guagua, de ella de bajan Lolo y Miriam, también esta Guille, ver sus caras me tranquiliza. Luego aparece Elsa con nuestra pasajera Isa, como siempre con mucha ilusión por competir. Ya luego aparece el resto del equipo, ya estamos todos: Elena, Miriam, Lolo, Salva y yo.
El tiempo hasta que dan la salida se hace interminable pero por fin nos ponemos en marcha, nos disparatamos un poco con la emoción de la salida pero Lolo se encargó de ponernos en nuestro sitio indicando que aflojáramos. Luego las risas se tornaron en silencio cuando comenzamos la primera subida que tiene un desnivel infernal, al llegar al final estoy mareado y pido al resto parar un momento y vuelvo a preguntarme ¿Qué necesidad? Pero tras unos minutos comenzamos a adentrarnos en el monte y parece que la alegría y el optimismo aparecen para quedarse, sobre todo cuando llegando al punto donde el año pasado fue muy complicado subir, nos encontramos a Jon que había colocado unas cuerdas para poder enganchar la Jöellete y tirar de ella mientras otros empujaban. Salimos se allí con cierta facilidad comparado con lo acontecido el año anterior.
Coronado el mirador de Zapata nos disponemos a enfrentar el sendero que tanto Jon como Diego nos habían advertido que era para disfrutar y así lo hicimos, soltamos las piernas y disfrutamos del paisaje, antes de que la realidad nos colocara en la base de la subida al Bronco a la que llegábamos con muchas dudas. Pero éramos un equipazo y por nuestras mentes no pasaba abandonar una vez llegados hasta allí. Personalmente hasta aquel punto había llegado bien, mejor de lo que pensaba. Tiramos y empujamos con el alma, haciendo pequeñas paradas para recuperar, eso sí, sin perder la sonrisa y el buen humor. La subida parecía interminable pero el tiempo acompañaba y conseguimos llegar a lo alto. En este punto tomamos un camino alternativo al de la carrera ya que no es posible pasar con la Jöellete, pero está muy embarrado y es muy estrecho lo que por permite sino que vayan dos pilotos, Salva y Elena realizan este tramo no sin dificultad.
Lo peor ya había pasado, solo nos quedaban unos pocos metros de camino de tierra para llegar al asfalto. Al cambiar de hacer la subida a la bajada, comienza a aparecer amagos de calambre en los cuádriceps pero no puedo quejarme, solo tratar de llegar.
Mientras recorríamos la recta de meta, Isa comentaba “hoy no pienso llorar” pero creo que alguna lagrimilla nos cayó a todos. Llegamos, objetivo cumplido, nos fundimos en un abrazo. Ya no me dolía nada. Orgulloso de mis compañeros de viaje: Isa, Elena, Miriam, Lolo y Salva, “pichones” con letras mayúsculas, deportistas generosos y solidarios con un corazón que no les cabe en el pecho. Un placer compartir, sudor, barro, lagrimas…y cerveza final.